sábado, 10 de noviembre de 2012

Kong Nyong


En marzo de 1993, un fotógrafo sudafricano, Kevin Carter, se encontraba en el sur de Sudán realizando un reportaje sobre el movimiento rebelde de la región. Entre otras cosas encontró a un niño, Kong Nyong, víctima de aquello que muchos no sabemos lo que es, el hambre, y lo fotografió. El impacto de su foto, con un buitre acechando al chaval, ganó un premio Pulitzer. Para cualquiera que la vea desde su pantalla, lejos de la realidad, con todo lo que ello implica, resulta como poco sobrecogedora, inspiradora de algún comentario nada objetivo. Y digo esto porque se nos ha educado para ello. Nos han metido este tipo de imágenes en la sopa, sensacionalistas, hirientes y acusadoras, acompañando algún comentario del tipo qué mal que está el mundo, etc etc, y sus múltiples variantes.

El niño no moría. Al parecer, sólo descansaba, de camino al puesto desde donde la ONU asistía al pueblo de Ayod, repartiendo alimentos.

Hoy mi hija ha llegado a la foto, por casualidad, navegando por la red, según me ha dicho mientras paseábamos. ¿Y qué has visto?, le he preguntado. Una niña que se moría y un buitre que esperaba su muerte para comérsela. A este comentario se le incluye un sentimiento, claro, que empatiza con el dolor ajeno. Mi hija, que tiene diez años, está cargada de receptores conectados al corazón. Ella es mi corazón, porque el mío ya no es puro y no sirve. Y no sé si hago bien, pero he tratado de hacerle entender aquello de la manipulación a la que se ve sometido todo aquél que se pone a su alcance cuando adquiere un medio de comunicación, desde los diferentes aparatos caseros, pasando por la prensa y hasta los comentarios que nacen de las creencias populares y sus sentidos comunes. Tan poco sentidas.

Lo que hubiera sido lógico, le he empezado a explicar, es que no hubiéramos llegado a ser tantos en el mundo, porque somos depredadores, de manera que nosotros no somos alimento para ningún otro ser, salvo cuando morimos, y sin embargo, nosotros nos servimos de muchos de ellos para alimentarnos. Y como somos tantos, no queda otra solución, tal y como lo hemos planteado, que arrasar el Planeta para abastecernos. Y no ya para comer, sino para satisfacer toda serie de necesidades, la inmensa mayoría inventadas, en realidad. 

Estas necesidades trascienden más allá de lo individual, y se convierten en necesidades de grupo, consistentes en el dominio de unos sobre otros, por aquellos del estatus. Y el grupo, ya no lo componen un puñado de personas, sino millones de ellas, en supuesta organización, de manera que mientras un puñado de entre estos millones deciden la manera de imponer el territorio propio sobre el ajeno, con formas, unas menos lícitas que otras (nunca debería de serlo, si hiciéramos un buen uso de la inteligencia de la que tanto nos jactamos), el resto apoya, no sin una manipulación previa, claro está, y defiende lo suyo con los sentimientos territoriales y nacionalistas que en última instancia, admitámoslo, siempre aflora.

Si no hubiera sido por el momento en que empezamos a cercar pedazos de tierra para cultivar (y por tanto, el pedazo de tierra pasaba a tener dueño, el cual debía defenderlo de aquellos que encontraban un recurso fácil para encontrar el preciado alimento, a costa del trabajo del primero, que no estaba dispuesto a compartir, aunque sí a negociar), este sentimiento territorial nunca se hubiera desarrollado hasta tales extremos, y seguiríamos viviendo en pequeños clanes, en los cuales se daría un equilibrio natural, y muchos morirían. Y estas muertes no serían vistas con sensacionalismos, sino que se acatarían y se seguiría adelante, tal cual la hembra pierde varias crías en cada camada y sigue amamantando a las que todavía le quedan, sin convertir la situación en algo dramático.

Aunque Kong Nyong no murió, pudo no haber tenido suerte. Y si fuéramos seres naturales, no deberíamos buscar culpables. El problema es que de natural no nos queda nada. Si hay niños que pueden morir, hoy en día, de hambre, es debido, por lo general, a muchas personas que por defender lo que es suyo, ponen medios para que otros no se lo arrebaten. Se trata de cercar el terreno y tratar de robar al otro, por si las moscas, todo aquello que pueda sugerir una riqueza en potencia y por tanto, una amenaza. Y como esto es realmente muy cruel, hay que disfrazar la mezquindad humana lavando la cara a base de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales (sustentadas en buena parte por las primeras), que ofrecen su caridad humillando de esta manera y hasta la saciedad a aquellos que lo perdieron todo a favor de la vanidad, territorialismo y otros primitivos instintos humanos. De esta manera se ejerce una actividad colonizadora de lo más sutil y eficaz, porque es visto con buenos ojos por sus contribuyentes, los sustentadores de estas organizaciones. Por un lado, tenemos al puñado de dirigentes que colonizan y por otro, al resto de muchos de sus millones que son vilmente engañados ya que hacen la mayor fuerza sobre una actividad que, de otra manera, y visto de una forma objetiva, nunca aceptarían (bueno, a lo mejor sí, que el animal humano viene con sorpresas, por lo general, muy poco alentadoras). 

Y lo peor de todo es que generan nuevas necesidades a aquellos que no las deberían de tener. Porque, que yo sepa, los pueblos del medio rural siempre han vivido generando alimentos con sus recursos naturales, a través de la agricultura y de la ganadería, y no puedo entender por qué lo han dejado de hacer en muchos casos. De la única manera que me lo explico, es porque vinieron otros regalando el alimento y fueron perdiendo su cultura de subsistencia, hasta que las generaciones venideras no entendieron otra manera de llevarse el alimento a la boca que no fuera sino esperando el bocado en la mano traicionera, que cada vez más fue reduciendo la ración hasta convertirlo en migajas. Y para cuando se dieron cuenta ya fue tarde. Ya olvidaron que el animal humano ofrece muchas posibilidades, y se hicieron dependientes. Cayeron en la trampa. 

Luego viene el instinto de supervivencia, que hace, para rematar, que uno quiera ponerse de parte de aquél que tiene el pan, de manera que vemos, y esto lo podemos comprobar en la calle, que aquellos que han llegado de países oprimidos lo hacen con una terrible sed de riqueza. Y por qué no admitirlo, si es de lo más humano, terrible sed de venganza. Necesidad de humillar a quien primero humilló.

Y este ciclo que viene repitiéndose una y otra vez resulta ser la ley de vida, la del animal humano, claro. Y mi pregunta es: ¿pudo haber sido de otra manera?  

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