Desde que a muchos les ha tocado la
crisis de verdad (y para otros, la mayoría, decir que hay crisis supone
estar a la última (y chabacana) moda callejera), observo que se ha incrementado el número de chavales captadores de
socios para colaborar con pequeñas aportaciones mensuales en diferentes
ONG,s que hacen una labor social, preferentemente en países considerados
tercermundistas. Te paran por la calle y empiezan a argumentarte las razones
por las que es necesaria la colaboración ciudadana. En la mayoría de los casos
llevan en sus carpetas la imagen de un niño desnutrido que espera a ser
apadrinado, imagen usada como gancho para conseguir vender su producto. A cambio,
recibirán una pequeña comisión, siempre y cuando el cliente
mantenga su compromiso un número mínimo de meses, 3 o 4. Si el
cliente se da de baja antes del período estipulado, el chaval perderá su comisión, puesto que la
cifra ofrecida por el socio no es suficiente para cubrir los, al parecer, gastos
generados. Cualquiera puede servir para realizar este trabajo. El incentivo
económico es más que suficiente para que cualquiera esté dispuesto a
aprender a defender sus argumentos a favor de la ONG para la que trabaja, y
tiene a su disposición una serie de impactantes imágenes y cifras
deslumbrantes para demostrar lo mucho que se incide para erradicar la pobreza.
Para
mí es muy relevante lo que te explican, porque deja entrever la educación que ha recibido
el chaval, aquello que se le ha explicado desde niño, las causa de
la pobreza, descubiertas desde el sofá frente a la televisión que emite imágenes y juicios
de valor al respecto.
Por lo general, inciden mucho en la
educación. Los pobres lo son porque no han recibido educación. Por lo tanto,
hagamos escuelas, y así, conseguiremos que los niños que estudien
salgan de la pobreza. En el norte se ha descubierto cuál es la
necesidad: educación.
Nos trasladamos ahora a una aldea de
campesinos en India, por ejemplo. Una familia allí subsiste gracias
a los productos que hace emerger en su parcela de tierra. Labrar la tierra,
sembrar, cuidarla, limpiarla, cosechar, vender… este trabajo requiere gran
esfuerzo, constancia y experiencia. Además, mano de obra, que por lo
general, está formada por los miembros de una familia. Teniendo en cuenta la
calidad de vida, resulta que estos campesinos tienen, lógicamente, una
esperanza de vida inferior a la nuestra, por lo que se
hace necesario comenzar a aprender el arte de la agricultura desde bien pequeño, en la medida
de las posibilidades físicas de los pequeños. Pero esto garantiza que para
cuando el cabeza de familia no esté, los niños, ya adolescentes o jovencitos, se sepan valer por sí mismos e incluso
saber ya llevar la economía familiar. Aprender a vivir y a subsistir, al fin y
al cabo, como todo el mundo hace. Para muchos de ellos, ir a la escuela es un
hecho improbable, y no porque no haya una a la que acudir (a varios kilómetros,
eso sí, y hay que ir a pie, invirtiendo para ello horas), sino porque
esto supone romper con la tradición familiar, no aprender el oficio
que les trae el pan al hogar, no poder cuidar de sus ancianos y enfermos pero
lo peor, no poder transmitir a sus descendientes los conocimientos adecuados
para garantizar la subsistencia.
Desde el norte se piensa (sin pensar en
realidad), se tiene la idea de que si un niño estudia, sale del poblado y se
va a la ciudad para convertirse en médico o ingeniero, ganará mucho dinero y
saldrá para siempre de esa pobreza que se supone que caracteriza a los
campesinos, haciéndolos tan indignos. El cuento de la lechera, vamos. Digo yo
que, si eso se espera de un niño de India, de los nuestros debemos
esperar, que tienen todas las necesidades cubiertas y autobuses escolares a su
disposición, que lleguen, por lo menos, a ministros. Y ya vemos
que esto no pasa.
Será que la realidad no se nos ha relevado y que si no
tenemos ni la más remota idea de la vida de nuestro vecino, mucho
menos la tenemos de la de familias que viven una cultura totalmente diferente a
la nuestra a miles de kilómetros de nuestro hogar. ¿Acaso no nos quejamos
siempre de que no nos comprende nuestra pareja, nuestro jefe, nuestro padre,
nuestro hijo etc , etc, siendo que compartimos incluso el mismo techo? ¿De dónde surge esa manía de sentirnos
capacitados para entender las necesidades de aquellos que consideramos “necesitados
y pobres”? ¿No será en realidad que los necesitados somos nosotros, los
que imponemos voluntades? ¿No será que necesitamos que nos
necesiten?
Podemos comprobar, y haciendo un esfuerzo
para ser honestos con nosotros mismos, que el hombre (macho) necesita cuidar de
la mujer (hembra), y que si esta se revela y se muestra como lo que es, un ser
igual o más capacitada, no dependiente de él, habrá conflicto. Si nuestro
hijo se revela y muestra que es capaz de llevar su vida a su manera, habrá conflicto. Si un
empleado se empeña en hacer ver a su jefe que se equivoca, habrá conflicto. Si un
país dice que no necesita al otro, habrá conflicto. Y la
lucha irá orientada a conseguir el desequilibrio, un superior y un inferior.
El que se considera superior, en base a
unos ideales que los considera válidos y acertados, argumenta todos
los puntos que coloca al otro en una situación de inferioridad y que por tanto
necesita de la intervención del primero. Y puesto que en muchos casos estos
puntos son resueltos sin contar con la voz de aquél sobre el que se actúa, resulta que ni
siquiera son conocidas las necesidades, en el supuesto, claro, de que estas
existan (que ni eso). Sin embargo, estos argumentos auto justifican las
acciones emprendidas por seres humanos, entidades y naciones enteras. Puesto que
las personas que componen el sistema de gobierno de una nación están ahí porque ya
justificaron su superioridad sobre los gobernados, deben recordar los
argumentos a los que se deben unos y otros a través de los diferentes medios de
comunicación, que llegan a todos los rincones del territorio sobre el que se quiere
actuar. Me necesitas por este motivo. Y nosotros, como corderos, y para integrarnos
en la sociedad a la que queremos sentirnos pertenecientes, rezamos los
argumentos en cada oración. Y así, un ejemplo cualquiera es ver cómo un chaval de
20 años se siente perfectamente capacitado para explicar a una persona de
50 por qué India necesita de una colaboración económica mensual,
para hacer escuelas que acaben con la pobreza de los niños que estudien. Y
la persona de 50 piensa que el chaval va por buen camino, que qué razón que tiene. Al menos
se merece su comisión.
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