viernes, 12 de octubre de 2012

educación


Desde que a muchos les ha tocado la crisis de verdad (y para otros, la mayoría, decir que hay crisis supone estar a la última (y chabacana) moda callejera), observo que se ha incrementado el número de chavales captadores de socios para colaborar con pequeñas aportaciones mensuales en diferentes ONG,s que hacen una labor social, preferentemente en países considerados tercermundistas. Te paran por la calle y empiezan a argumentarte las razones por las que es necesaria la colaboración ciudadana. En la mayoría de los casos llevan en sus carpetas la imagen de un niño desnutrido que espera a ser apadrinado, imagen usada como gancho para conseguir vender su producto. A cambio, recibirán una pequeña comisión, siempre y cuando el cliente mantenga su compromiso un número mínimo de meses, 3 o 4. Si el cliente se da de baja antes del período estipulado, el chaval perderá su comisión, puesto que la cifra ofrecida por el socio no es suficiente para cubrir los, al parecer, gastos generados. Cualquiera puede servir para realizar este trabajo. El incentivo económico es más que suficiente para que cualquiera esté dispuesto a aprender a defender sus argumentos a favor de la ONG para la que trabaja, y tiene a su disposición una serie de impactantes imágenes y cifras deslumbrantes para demostrar lo mucho que se incide para erradicar la pobreza. 

Para mí es muy relevante lo que te explican, porque deja entrever la educación que ha recibido el chaval, aquello que se le ha explicado desde niño, las causa de la pobreza, descubiertas desde el sofá frente a la televisión que emite imágenes y juicios de valor al respecto.

Por lo general, inciden mucho en la educación. Los pobres lo son porque no han recibido educación. Por lo tanto, hagamos escuelas, y así, conseguiremos que los niños que estudien salgan de la pobreza. En el norte se ha descubierto cuál es la necesidad: educación.

Nos trasladamos ahora a una aldea de campesinos en India, por ejemplo. Una familia allí subsiste gracias a los productos que hace emerger en su parcela de tierra. Labrar la tierra, sembrar, cuidarla, limpiarla, cosechar, vender… este trabajo requiere gran esfuerzo, constancia y experiencia. Además, mano de obra, que por lo general, está formada por los miembros de una familia. Teniendo en cuenta la calidad de vida, resulta que estos campesinos tienen, lógicamente, una esperanza de vida inferior a la nuestra, por lo que se hace necesario comenzar a aprender el arte de la agricultura desde bien pequeño, en la medida de las posibilidades físicas de los pequeños. Pero esto garantiza que para cuando el cabeza de familia no esté, los niños, ya adolescentes o jovencitos,  se sepan valer por sí mismos e incluso saber ya llevar la economía familiar. Aprender a vivir y a subsistir, al fin y al cabo, como todo el mundo hace. Para muchos de ellos, ir a la escuela es un hecho improbable, y no porque no haya una a la que acudir (a varios kilómetros, eso sí, y hay que ir a pie, invirtiendo para ello horas), sino porque esto supone romper con la tradición familiar, no aprender el oficio que les trae el pan al hogar, no poder cuidar de sus ancianos y enfermos pero lo peor, no poder transmitir a sus descendientes los conocimientos adecuados para garantizar la subsistencia.

Desde el norte se piensa (sin pensar en realidad), se tiene la idea de que si un niño estudia, sale del poblado y se va a la ciudad para convertirse en médico o ingeniero, ganará mucho dinero y saldrá para siempre de esa pobreza que se supone que caracteriza a los campesinos, haciéndolos tan indignos. El cuento de la lechera, vamos. Digo yo que, si eso se espera de un niño de India, de los nuestros debemos esperar, que tienen todas las necesidades cubiertas y autobuses escolares a su disposición, que lleguen, por lo menos, a ministros. Y ya vemos que esto no pasa. 

Será que la realidad no se nos ha relevado y que si no tenemos ni la más remota idea de la vida de nuestro vecino, mucho menos la tenemos de la de familias que viven una cultura totalmente diferente a la nuestra a miles de kilómetros de nuestro hogar. ¿Acaso no nos quejamos siempre de que no nos comprende nuestra pareja, nuestro jefe, nuestro padre, nuestro hijo etc , etc, siendo que compartimos incluso el mismo techo? ¿De dónde surge esa manía de sentirnos capacitados para entender las necesidades de aquellos que consideramos “necesitados y pobres”? ¿No será en realidad que los necesitados somos nosotros, los que imponemos voluntades? ¿No será que necesitamos que nos necesiten?

Podemos comprobar, y haciendo un esfuerzo para ser honestos con nosotros mismos, que el hombre (macho) necesita cuidar de la mujer (hembra), y que si esta se revela y se muestra como lo que es, un ser igual o más capacitada, no dependiente de él, habrá conflicto. Si nuestro hijo se revela y muestra que es capaz de llevar su vida a su manera, habrá conflicto. Si un empleado se empeña en hacer ver a su jefe que se equivoca, habrá conflicto. Si un país dice que no necesita al otro, habrá conflicto. Y la lucha irá orientada a conseguir el desequilibrio,  un superior y un inferior.

El que se considera superior, en base a unos ideales que los considera válidos y acertados, argumenta todos los puntos que coloca al otro en una situación de inferioridad y que por tanto necesita de la intervención del primero. Y puesto que en muchos casos estos puntos son resueltos sin contar con la voz de aquél sobre el que se actúa, resulta que ni siquiera son conocidas las necesidades, en el supuesto, claro, de que estas existan (que ni eso). Sin embargo, estos argumentos auto justifican las acciones emprendidas por seres humanos, entidades y naciones enteras. Puesto que las personas que componen el sistema de gobierno de una nación están ahí porque ya justificaron su superioridad sobre los gobernados, deben recordar los argumentos a los que se deben unos y otros a través de los diferentes medios de comunicación, que llegan a todos los rincones del territorio sobre el que se quiere actuar. Me necesitas por este motivo. Y nosotros, como corderos, y para integrarnos en la sociedad a la que queremos sentirnos pertenecientes, rezamos los argumentos en cada oración. Y así, un ejemplo cualquiera es ver cómo un chaval de 20 años se siente perfectamente capacitado para explicar a una persona de 50 por qué India necesita de una colaboración económica mensual, para hacer escuelas que acaben con la pobreza de los niños que estudien. Y la persona de 50 piensa que el chaval va por buen camino, que qué razón que tiene. Al menos se merece su comisión.